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8 sept 2012

ASEDIO


La soledad es una vasta región donde dormimos y soñamos. La soledad es un mar sin oleaje, un lago en mitad del desierto, un ninguna parte en cualquier parte.
Ayer anduve por la laguna a solas -si es que alguna vez lo estamos verdaderamente-. Atardecer hermoso. Distancias que se pierden en la retina. Sol roto, débil. Sol al que sostener altivo la mirada y comprender que los dioses son dioses no por su inmortalidad sino por todo lo contrario, porque mueren cada día a mortaja puesta, porque cada día, también, son bebés recién nacidos, inocentes e infantiles; soberanos de un mundo que precisa dioses adultos y hace parir constantemente niños mimados.
Soy un pagano con alma de místico, un anticlerical deseando la tortura, un tentador de sentidos que necesita un altar por las mañanas, un satanás con aspiraciones de arcángel. Por eso me gusta construir catedrales de palabras, lugares de peregrinación, templos donde estacionar los dolores del mundo. Por eso la literatura me puede en su vertiente barroca, en todo lo que tiene de mito y de leyenda. Literatura donde el nosotros es la única persona verbal que me interesa. El yo lo dejo para los que escriben sentados sobre el idioma, que es la forma de escribir que menos me tira.
El paisaje es la forma en que la naturaleza nos compensa sus excesos. La palabra que utiliza para llenar de grafitis el planeta. Y el de ayer era paisaje burgués, domesticado. Esos paisajes que quedan tan bien en las postales, pero que llenan el alma de melancolía, que es la única cosa de la que siempre huye la naturaleza, que no quiere perder el tiempo en tonterías.



La soledad me visita por las tardes. Tiene ojos gitanos y un cuerpo aceptable. Pero no llegamos a más porque a mí no me gusta leerla, sino gozarla. A los santos hay que ofrendarlos de algún modo, aunque sea imitándoles. ¿Quién no quiere ser como su padre alguna vez? La soledad juega al ratón y al gato. El escritor necesita la soledad, pero la soledad no necesita al escritor. Así que el juego se termina rápido. Cuando se cansa de jugar y quiere lágrimas. Y el escritor, cuando lo es y punto, llora siempre mejor en sus textos que en la vida real. Y, claro, la gente se lo toma mal y sufre y se marcha. Queda entonces el escritor solo, como el café, sin poder escribir una línea.
 Hasta su regreso el escritor se dedica a sus cosas materiales y se critica. Los frutos de esa dedicación son siempre estúpidos, de efímera vida y dan rienda suelta a inmortales enemistades -que suelen quedar muy bien en las antologías-. La prosa sin poesía es un texto farmacéutico y si no lleva metáfora, una receta de veterinario rural, una banda municipal. La prosa sin poesía es una cosa que se inventaron los periódicos para contar como verdades las mentiras, que, por otra parte, es algo que siempre han hecho los poetas. Pero una cosa es retratar mentiras de medias verdades y otra muy distinta hacer bellas las mentiras y sacramentar las verdades materiales.
Contemplando aquel paisaje tan de ayer, tan abierto, ajeno, todavía, pienso en un millón de poemas que jamás escribiré, en versos hermosos que nacen moribundos y en esta vida persiguiendo un sueño. Pienso en escribir. Se me clavan las esquirlas de este viento. Enrojece las mejillas como el vino. En mis lugares apartados siempre sopla y golpea descarnado y doliente. El poniente se ríe y a mi se me están poniendo las orejas duras con el frío. 
La soledad escucha jazz porque le encanta creerse melodía, le apetece aparecer aquí y allá de forma imprevista, sin cita previa. La soledad acaba por perder la compostura los domingos en que disfraza su deseo con corridas imponentes. La soledad asedia al escritor, pero no puede con él. El escritor se acompaña con cada manuscrito, amplia sus terrenos con cada palabra escrita. Se cree a salvo de ella. Sin embargo, el peligro acecha ahí fuera como la canción triste de un tango. El escritor se queda solo, terriblemente solo. La soledad se cierne sobre él toda vez que algún lector cierra las tapas de su libro y se olvida cada cinco minutos de su gloria. Es el lector la espada que utiliza la soledad para vencerle.
Aparece entonces la derrota. Se alza la soledad por encima de las torres. Cayó el castillo. Cumple el escritor su destino: ser un ángel caído en su propio laberinto.

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