Cuando la vi hace unos días, ya no estaba.
Solamente hubo un par de ráfagas de ese humor negro, ácido e irónico,
que por suerte heredé. En esos instantes siempre fuimos cómplices. Códigos casi
inaccesibles para el resto. Gestos que nunca se pueden poner en palabras.
Cuando la vi hace unos días allá en Brandsen, ya no estaba.
La llevaban en silla de ruedas desde su cama al baño y pasó por el
pasillo, haciéndose visible desde el comedor donde yo estaba sentado. Entonces,
apareció. Levantando la mano, me saludó como una nena desde el caballo de una
calesita. Nos reímos los dos desde atrás de esa puesta en escena. Ella era
actriz, pero nunca se animó. Era escritora, pero nunca se animó. Estaba viva,
pero nunca se animó. Esa mano, agitándose, era la mano de la nena demandante
que nunca pudo abandonar.
Ese gesto, ese saludo actuado, contenía varios textos ocultos: “y
bueno, hice lo que pude”, “y sí, es lo que pasa en el cuerpo con los años”,
“chau, me estoy yendo” y varios más que posiblemente el tiempo me irá
aclarando.
Cuando la vi hace unos días por última vez, allá en Brandsen, ya no
estaba.
Pero hubo otro momento en que volvió a aparecer. Hacía malabares con
tostadas y queso untable, con esas manos que no paraban de temblar
desaforadamente (en un momento pensé que exageraba el temblor). Hasta que paró
de temblar, dejó las tostadas, se limpió las manos y se las pasó por el pelo,
en un gesto muy suyo de coquetería. Me miró y me dijo “después me peino”, y
volvimos a reírnos detrás de escena. Los dos sabíamos de qué estábamos
hablando.
Me dolía verla así, perdida, impotente, con su mente desconectada del
cuerpo, con sus intentos de que algún músculo le respondiese como antes, con su
desesperación de ordenar algún pensamiento, de lograr armar alguna idea. Me
dolía, pero más me había dolido antes. Mucho antes.
Los dos sabíamos de qué no estábamos hablando.
Ella siempre había tenido miedo, mucho miedo, y tuve que alejarme de
semejante pedazo de miedo para intentar despegar.
Empecé a irme a los diez años, cuando murió mi viejo. Ella de muchas
maneras me pedía que ocupase el lugar de mi viejo, que le rascase la cabeza
como lo hacía él. Yo, despavorido, me empecé a escapar.
Cuando la vi hace unos días por última vez, allá en Brandsen, esa
tarde, ya no estaba.
Esa niña siempre necesitada, que a veces jugaba a la mamá, ya no está.
Hubo velorio y cremación y esparcimiento de cenizas en algún paisaje.
Yo me quedé lejos, todavía buscándola. Al menos no voy a tener que arrepentirme
por no haberlo intentado.
Ella –en una de sus demandas por mis escasas visitas- me contó hace
unos meses que le había pedido a mi hermana que no me avisase si se moría. Fue
mi hija la que me dio la noticia.
No sé si se arrepintió de algo alguna vez, pero cuando le conté el
cuento “Miedo” antes de irme de su casa, la vi contenta, disfrutando, con los
ojos muy abiertos, como una nena. Después de su sonrisa, otro rayo de
complicidad nos atravesó: “No entendí” me dijo muy seria, y volvimos a reírnos.
Ella me contaba cuentos cuando era chico y seguramente habré dicho lo mismo
después de algún final.
Le agradezco sus cuentos, la música, los libros y le seguiré reclamando
para siempre la artista que no se animó a ser.
Después de despedirme con un beso, abrí la puerta y me di vuelta para
mirarla. Ella me dijo “llevame”, pero –otra vez- no era yo el que tenía que
ocupar ese lugar.
El cuento, de Graciela Cabal, empieza así: “Había una vez un nene que
tenía miedo. Mucho miedo”.
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