La mano pesa, el ojo se desenfoca, los pensamientos, tantos y tan variados hasta hace una fracción de segundo nomás, no están.
¿Qué decir, que no se haya dicho? ¿Cómo decirlo, para que no sea solo un opaco eco?
El llamador de ángeles se agita alocado, sin belleza en sus sonidos. Un postigo se azota (ese sí, rítmicamente).
La fresca penumbra de la sala hace más persistente esa sensación de carencia. ¿Es que siempre estará presente?
Cada paso acrecienta el vacío, la angustia de no encontrar la pieza faltante.
¿Dónde buscar? ¿En las letras catalizadoras? ¿En los pinceles redentores? ¿En los oscuros silencios que, a veces, dan miedo?
Con una lágrima que dolorosamente asomó, quedando sujeta al ojo -por no querer quizá fertilizar la incertidumbre-, derrumbé mi cabeza sobre la mesa, y me entregué a sueños fantásticos.
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