Te esperaba sucio el hambre y la intemperie y mi voz adivinada.
Había un horizonte mutilado de hombres. Pero el cielo despilfarraba su avaricia celeste.
Emergiste entre los pobres de toda raza y todo oro como el susurro conciliábulo de la noche.
Sombras mercantes te rodeaban, del deseo y la náusea, detenidas en el mármol de sus cuerpos.
Me miraste adornándome de violencia. Eras tan bella como una gacela perdida de hambre.
Pero te adiviné conjugada y espesa como una lágrima de despedida. Vivimos ese día como si miráramos la muerte. Y solo bastaba recordar la muerte para morirme. Con el rigor de los preámbulos descuidamos la miseria de nuestros días. Éramos amor sangrante y torpe como un niño.
Y nos despedimos para siempre, prematuros y tristes, ese mismo marzo de enero.
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