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9 feb 2013

GOTA DE MAR


Crepúsculo.
La luna humeaba anaranjada sobre el mar. Ella sobre el parquet.
Caminó descalza hasta el ventanal y descorrió la pesada cortina que, en un vaivén lento,  quedó meciéndose al ritmo de los relojes de Dalí que chorreaban por la pared blanca.
Pensó que mirando el mar podía refrescarse. Pero no. Él estaba entre la espuma, y eso no era nada refrescante. Un cuerpo desnudo con el agua por la cintura, agitando los brazos, invitándola.
Se puso en cuclillas. Algo caliente le humedeció la bombacha, lo único que su cuerpo bronceado soportaba. Se envolvió en la cortina, abrigándose, queriendo llegar al límite del calor. Pensó en derretirse sobre el piso de madera. Desaparecer entre las grietas.
Se dejó caer, aferrada al cortinado que se desplomó, envolviéndola.
Asomó la cabeza. Pelo negro revuelto entre la tela. Notó que algo se movía debajo. Le costó darse cuenta que eran sus manos. Mientras la mano derecha recorría su muslo subiendo lentamente, lo volvió a ver en el mar a través del ventanal, agitando los brazos. Pensó en salir, nadar hasta él, pero decidió quedarse con ella. ¿Su pierna quemaba o la mano estaba demasiado fría? Aprovechó la distracción de las manos para levantarse, sacarse la cortina de encima y buscar algo para apagar ese fuego. Transpiraba. Caminó hasta la heladera dejando el bosquejo del cuerpo dibujado en la madera del piso.
Se paró frente a la heladera y el grito la golpeó. Un rugido. El alarido final.
Sintió el grito, como un rayo atravesando su espalda. Los pulmones se hincharon. Levantó los brazos, entregándose. El cuerpo contra la puerta de la heladera. La abrazó y apoyó su mejilla. La lengua probó el metal. Lentamente se fue despegando de la puerta, empujando hacia atrás vértebra por vértebra, hasta que, ayudada por los brazos,  sólo los pezones quedaron en contacto con la superficie fría. Sintió que se endurecían hasta perforar la puerta metálica. Le dolieron como clavos. Se separó hasta quedar vertical y dejó caer los brazos. Respiró profundamente dos veces y abrió la puerta. Agarró la botella de agua y sin sacarle la tapa se la llevó a la boca. En un instante la botella fue él. La piel se plegaba empujada por la “o” de sus labios. En una convulsión mordió la tapa y abrió los ojos, deteniendo el tiempo. Se rió sin abrir la boca. Carcajada y ahogo. Sin dejar de morder la tapa giró la botella hasta que el agua saltó a su cuerpo. Gritó al sentir el agua helada. Tembló. La piel fue otra vez papel de lija.
Caminó hacia el ventanal, despertando.
Cuando terminó de derramar el resto de agua en su cabeza vio esas manos crispadas asomando entre el oleaje. Solamente sus manos entre la espuma.
El agua en el cuerpo se calentaba rápidamente. Veía el vapor. La sensación de frescura fue desapareciendo para dejar otra vez el control en las manos de él, en sus manos, en las de él, las que desaparecían en el mar, pero que ahora, desde algún lugar oscuro, apretaban sus pechos hasta el límite soportable.
Sus manos, las de él, bajaron por su vientre. Primero suavemente. Luego clavando las uñas, intentando respirarla. Se sentó en el suelo y se acostó despacio boca arriba, con las rodillas dobladas. Inclinó su cabeza para ver cómo sus manos, las de él, abrían sus piernas, y se acercaban a la gota. Una sola gota del tamaño del mar. Él era el mar, él era sus manos que ahora separaban los labios, la abrían. Ya no pudo mirar más. Echó la cabeza hacia atrás y se arqueó.
Cuando el dedo índice le rozó el centro sintió ahogarse en la gota. Ella era su sexo, él, el mar. Sus manos olas esparcieron la espuma por el pelo, hasta el borde de las piernas. Y siguieron acariciándola allí, cada vez más intensamente. Un dedo, dos... toda la mano dibujando círculos en su arena.
Una brisa gélida llegó desde el mar y entró por la ventana.
Aulló en el orgasmo. Su propio grito la sorprendió. Quiso frenarlo pero no pudo. Tomó aire y volvió a gritar. Y otra vez.
Se levantó de un salto, el corazón le golpeaba de terror. Desde el ventanal sólo se veía el mar, ahora furioso, helado. Él ya era parte del océano.
Luego vio las luces de los botes iluminando en el agua el lugar donde deberían haber estado sus manos. Las de él.
La luna anaranjada se moría de frío.
Entonces volvió a gritar.

Obra: Avery Palmer.

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