Crepúsculo.
La luna humeaba anaranjada sobre el mar. Ella sobre
el parquet.
Caminó descalza hasta el ventanal y descorrió la
pesada cortina que, en un vaivén lento,
quedó meciéndose al ritmo de los relojes de Dalí que chorreaban por la
pared blanca.
Pensó que mirando el mar podía refrescarse. Pero
no. Él estaba entre la espuma, y eso no era nada refrescante. Un cuerpo desnudo
con el agua por la cintura, agitando los brazos, invitándola.
Se puso en cuclillas. Algo caliente le humedeció la
bombacha, lo único que su cuerpo bronceado soportaba. Se envolvió en la
cortina, abrigándose, queriendo llegar al límite del calor. Pensó en derretirse
sobre el piso de madera. Desaparecer entre las grietas.
Se dejó caer, aferrada al cortinado que se
desplomó, envolviéndola.
Asomó la cabeza. Pelo negro revuelto entre la tela.
Notó que algo se movía debajo. Le costó darse cuenta que eran sus manos.
Mientras la mano derecha recorría su muslo subiendo lentamente, lo volvió a ver
en el mar a través del ventanal, agitando los brazos. Pensó en salir, nadar
hasta él, pero decidió quedarse con ella. ¿Su pierna quemaba o la mano estaba
demasiado fría? Aprovechó la distracción de las manos para levantarse, sacarse
la cortina de encima y buscar algo para apagar ese fuego. Transpiraba. Caminó
hasta la heladera dejando el bosquejo del cuerpo dibujado en la madera del
piso.
Se paró frente a la heladera y el grito la golpeó.
Un rugido. El alarido final.
Sintió el grito, como un rayo atravesando su espalda.
Los pulmones se hincharon. Levantó los brazos, entregándose. El cuerpo contra
la puerta de la heladera. La abrazó y apoyó su mejilla. La lengua probó el
metal. Lentamente se fue despegando de la puerta, empujando hacia atrás
vértebra por vértebra, hasta que, ayudada por los brazos, sólo los pezones quedaron en contacto con la
superficie fría. Sintió que se endurecían hasta perforar la puerta metálica. Le
dolieron como clavos. Se separó hasta quedar vertical y dejó caer los brazos.
Respiró profundamente dos veces y abrió la puerta. Agarró la botella de agua y
sin sacarle la tapa se la llevó a la boca. En un instante la botella fue él. La
piel se plegaba empujada por la “o” de sus labios. En una convulsión mordió la
tapa y abrió los ojos, deteniendo el tiempo. Se rió sin abrir la boca.
Carcajada y ahogo. Sin dejar de morder la tapa giró la botella hasta que el
agua saltó a su cuerpo. Gritó al sentir el agua helada. Tembló. La piel fue
otra vez papel de lija.
Caminó hacia el ventanal, despertando.
Cuando terminó de derramar el resto de agua en su
cabeza vio esas manos crispadas asomando entre el oleaje. Solamente sus manos
entre la espuma.
El agua en el cuerpo se calentaba rápidamente. Veía
el vapor. La sensación de frescura fue desapareciendo para dejar otra vez el
control en las manos de él, en sus manos, en las de él, las que desaparecían en
el mar, pero que ahora, desde algún lugar oscuro, apretaban sus pechos hasta el
límite soportable.
Sus manos, las de él, bajaron por su vientre.
Primero suavemente. Luego clavando las uñas, intentando respirarla. Se sentó en
el suelo y se acostó despacio boca arriba, con las rodillas dobladas. Inclinó
su cabeza para ver cómo sus manos, las de él, abrían sus piernas, y se
acercaban a la gota. Una sola gota del tamaño del mar. Él era el mar, él era
sus manos que ahora separaban los labios, la abrían. Ya no pudo mirar más. Echó
la cabeza hacia atrás y se arqueó.
Cuando el dedo índice le rozó el centro sintió
ahogarse en la gota. Ella era su sexo, él, el mar. Sus manos olas esparcieron
la espuma por el pelo, hasta el borde de las piernas. Y siguieron acariciándola
allí, cada vez más intensamente. Un dedo, dos... toda la mano dibujando
círculos en su arena.
Una brisa gélida llegó desde el mar y entró por la
ventana.
Aulló en el orgasmo. Su propio grito la sorprendió.
Quiso frenarlo pero no pudo. Tomó aire y volvió a gritar. Y otra vez.
Se levantó de un salto, el corazón le golpeaba de
terror. Desde el ventanal sólo se veía el mar, ahora furioso, helado. Él ya era
parte del océano.
Luego vio las luces de los botes iluminando en el
agua el lugar donde deberían haber estado sus manos. Las de él.
La luna anaranjada se moría de frío.
Entonces volvió a gritar.
Obra: Avery Palmer. |
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