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6 feb 2014

GDANSK


Esa aurora en Gdansk abordamos un tren
con destino a un pretexto en un patio entre pinos
y tumbas vampiras.
Tú extrajiste dos piedras de un bolso de piel
con el rostro de Frida.
Las pusiste en mi mano.
― Dime cuál está muerta. Dime cuál de las dos
permanece con vida.
Me quedé boquiabierto.
Yo sabía que las piedras, tanto en su austeridad
como en su metafísica hacinan palabras
y que esas esfinges orientan los labios que
buscan vehementes un sólido puerto, una isla.
Pero cómo saber entre aquellas dos piedras
cuál yace ya inerme y cual otra aún respira.
Me tenté a adivinar.
― La castaña―. Te dije. Y soltaste la risa.
― La que vive es la piedra que guarda la pluma
que eterna resbala.
La que ha muerto es la piedra que ignora que
adentro de sí las palabras aguardan silentes
que la última rosa en su beligerancia
introduzca el caballo.
Te volviste hacia la ventanilla y pasaron tal vez
dos ciudades y un túnel que sólo tú y yo y nadie más
traspasara.
Dormité y en mi sueño otra voz me decía:
― Esta piedra está viva porque es en mis manos.
Esta piedra está muerta porque he aquí que
adentro de ella ese mar donde fue sustraída
no habrá de incubarse.
Toda piedra es como un huevecillo que ha puesto
una reina en alguna colmena en algún dormitorio.
En el sueño también me besabas.
Mar adentro en el beso el silencio insistía:
Dime qué amante frota el desierto y la lluvia.
Dime qué otro traduce con fidelidad el lenguaje
que cantan adentro, en tu boca, los astros.


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