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14 oct 2017

Número Vivo


Hexagrama

Armanda Passos


Mujer que calma los nervios.
Agua loca sobre tierra.
Amor fuego sobre agua furia.

Una mujer se va.
Su hijo.
Seis dibujos sabios.
Equilibrio.

Hoy los dioses vuelven a pelearse
nerviosos.
Nadie entiende de diagramas.

Que tierra arrasada trae agua furia.
Que bosque muerto trae fuego hambre.
Que fuego cielo trae hielo agua.

Que frío nieve.
Que tierra pobre.
Que lengua seca.

Que niños.

Otra mujer para salvarnos.


Silenciar de nuevo ese tambor.

UNIDAD DE TRASLADO

Estoy en la ambulancia. Hoy me sacaron temprano del colegio. Me fue a buscar mi hermano y me dijo mamá está enferma, se fue al médico. Ahora estoy en la ambulancia. Mi hermano tuvo que retirarme antes de la escuela, cuando estábamos en la clase de lengua y la señorita nos leía Zapatero a tus zapatos. Entró en plena clase la directora. Tenía la cara descolocada. Dijo señor Ontivero... perdón, el alumno Ontivero tiene que venir a dirección. No, no. Que lleve los útiles. No había hecho nada malo. Ni tampoco me había interesado en la pelea que habían tenido los chicos en el recreo. La señorita Gabriela me apoyó la mano en el hombro. El peso de la mano era proporcional al que se da en un consuelo ante lo irreparable. Ahí entendí todo. Tenía que estar en la ambulancia. Caminamos por el pasillo largo de la escuela. Los de primer grado jugaban con la maestra de música. Caminé con el peso de la mano de la señorita Gabriela sobre el hombro. En la puerta de la dirección estaba mi hermano. Pensé en todo. También pensé en nada. Me dejé llevar como se dejan llevar los personajes de Faulkner. En Mientras agonizo o en El sonido y la furia. Mi hermano me recibe. Salimos de la escuela y caminamos a casa. A las dos cuadras, en medio de la plaza, me dice mamá está enferma, tuvo que ir al médico. Lo miro y entiendo todo. Él no me mira. Fuma. Su voz es más pesada que la mano de la señorita Gabriela. Llegamos a casa y no hay nadie. Hasta ayer llegaba a casa, como todos los días después de la escuela, y todos me esperaban para comer. Nos sentábamos los cinco a la mesa y después mirábamos tele. Pero ahora no hay nadie. Por eso estoy en la ambulancia con mamá. Nadie quiere decirme nada. Al mediodía me dicen Juan andá a comer a la casa de Hilda. Veo a mi papá llorando en medio de la calle. Habla con un médico y llora. ¿Por qué papá no fue a trabajar? El médico mueve las manos que caen sobre el aire como los brazos de la señorita cuando quiere que nos callemos. Me quedo detrás de la puerta. Veo llorar a papá. Sube a la ambulancia y se va. Él, el médico, el chofer de la ambulancia y lo que sea que fuere que haya ahí dentro. No puedo comer. Mis vecinos me dicen comé Juan que está rico. Hay un tono oscuro en la mesa. Espero que todos terminen de comer, cruzo la calle hasta casa y veo como en una foto vieja a mi hermano, tirado contra la pared. La cara tapada. Ahí entendí todo. Pienso, sí, pienso que merezco saber qué pasa, por eso pregunto. Nadie responde. El paso de la tarde es algo que nunca recordé. Tal vez porque no haya pasado nada. Tal vez porque esa nada era la que amortiguaría el peso de lo que me dirían al otro día. Juan, tu mamá se fue al cielo. Esa noche, antes de saber que mamá se había ido al cielo, me mandaron a dormir a casa de mi mejor amiga, Natalia. Tampoco comí en su casa pero sí intenté escaparme a la hora de dormir. Eran las tres de la mañana y no podía dormir. Tenía todas las preguntas. Tomé la precaución de verificar que todos durmieran. Era el 14 de marzo de 1996. Salí de la habitación de mi mejor amiga y fui hasta casa. Estaba a 40 metros de distancia. Me escondí detrás de las plantas y vi cómo papá lloraba. Mis hermanos lloraban. Los vecinos lloraban. Era una atmósfera oscura. Cuando descubrieron que me había escapado me llevaron de nuevo a la casa. Ahí entendí todo. La mamá de mi mejor amiga me dijo querés dormir con Natalia. Sí, le dije. Ya no aguantaba las ganas de llorar. Porque ya había entendido todo. Esa noche con Natalia miramos los Caballeros del Zodiaco. Natalia y yo teníamos 9 años. Desde ese día odié los Caballeros del Zodiaco. También odié el cuento Zapatero a tus zapatos. Arranqué la hoja del manual de lengua. La tiré al patio. Más tarde la prendí fuego. Pero eso fue cuando tenía 16 años. Dormí dos horas. Durante la mañana ya casi no tenía recuerdos de nada. Ese espacio vacío en la memoria se había abierto para esperar ese Juan, tu mamá se fue al cielo. Juan, tu mamá murió, Juan, estás solo para siempre. Me lo dije. Me lo dijeron en el cuarto de Hilda. Enseguida comenzó a llover. Una llovizna eterna. Eran las diez de la mañana o casi las diez. Las diez menos diez. Yo ya me había resignado. Ya esperaba cualquier cosa. Ya había entendido todo. Por eso pedí que me dejaran ir en la ambulancia con mamá. Ahora entiendo todo. Mamá murió el 15 de marzo de 1996. Nunca supe bien la causa. Aneurisma, me dijeron. Una malformación arterial. Ahora la veo ahí, muerta. La mañana anterior me había saludado desde la puerta del jardín delantero, como todos los días, y ahora está ahí, en ese cajón. Y encima hay tanta gente en la sala velatoria. Casi no se puede respirar. El monopolio del llanto es mío. Hace poco fui a prenderle dos velas. El viento intenso las apagó. Entonces las dejé ahí con la ilusión de que ella entienda todo y pueda encenderlas. A pesar del viento.


Anna Lervig

(penates)

Este hombrecito
tallado sobre madera dura
es mi padre.
Los ojos, que son puntos
hundidos en un semblante tosco
parecen brillar de todos modos.
Más atrás, mis hermanos
trazados en un material noble
se pueden distinguir por la estatura
y aquello que
mirado desde cerca
podría decirse que son gestos
o actitudes.
Mi madre, en cambio, está fuera del círculo
pero no es una
sino dos sombras distintas:
una ampara y vigila.


La otra no.



Un gesto de borramiento

Como toda derrota, la angustia es muda: porque enreda el paso del tiempo. A eso le llaman también nudo en la garganta. No hay causa reconocible de este nudo, sólo efectos. Corrijo: sólo una frontera en el espacio-tiempo, flujos turbulentos, entrecortados. Entre cortados. Se corta la respiración o el corazón se sacude. Se ha roto. Entonces corta. Sensación de ahogo o falta de aliento. Atragantarse. Malestar torácico. El mar visible en las piernas. El agua hormiguea. El cuerpo es sólo una serie de pistas dispersas, sin sentido. Un conjunto que se va vaciando poco a poco en síntomas. Fragmentos desordenados. Corrijo: añicos. Corrijo: borramientos.
.

Mientras los cortes me fueron borrando el cuerpo, recordé, recobré, algunas pocas palabras que sostuvieron mis ojos, labios y faringe en el mismo lugar. En ese lugar. Hay cosas, estoy segura, que no se pueden contar con palabras. Nací tímida. Con una capacidad congénita para ver nada en colores. En los límites todo se torna invisible. Hay cosas que sólo suceden entre el blanco y el negro y muy pocos pueden verlas.
La gente suele decir que las cosas no son sólo o blanco o negro. No estoy segura. El blanco y el negro no son más que problemas de luz, de totalidad o ausencia de luz. O al menos eso aprendí en la escuela de arte. No importa. Las cosas que no alcanzamos a ver no se ocultan en mezclas grisáceas ni en el blanco ni en el negro sino en la delgada línea que separa esas dos tonalidades. Hay cosas, estoy segura, que no se pueden ver. En los límites todo se torna invisible. Un horizonte de no retorno. Un gesto de borramiento. Siempre cayó más nieve de la que fui capaz de derretir. Me propuse llegar al paroxismo de las cosas. Pero justo antes de empezar, justo allí, antes de ser ráfaga, ser sospecha, aprender cómo es eso de la invisibilidad.
.

No duran mucho pero son tan intensos que la persona afectada los percibe como muy prolongados. El individuo siente que está en peligro de muerte inminente y tiene una necesidad imperativa de escapar de un lugar o de una situación temida. El hecho de no poder escapar físicamente de la situación de miedo extremo en que se encuentra el afectado, acentúa de sobremanera los síntomas de pánico.
.


Algo así pasó con nosotros: una ilusión óptica, un misterio inexplicable de la materia. Lo último que me dijo fue:
-Algo se rompió, no sé exactamente qué, pero ya no podemos seguir juntos. 

.


Julio Pomar



Quería llegar al paroxismo de las cosas. Ese predio lindero de 6,2 hectáreas. Esa zona geográfica. Esa isla. De hombres inmóviles que miran muros demasiado visibles. Demasiado cerca que se amurallan. Los muros de un Instituto de Sanidad Mental. Todo menos sano, todo menos mental. Es ausencia. Aguda.
Nombre y fecha de nacimiento. Nacionalidad.
¿Mexicana?
Número de pasaporte.
Soltera, ¿no?
Sigue después del último. ¿Y quién es el último, señor?
Pregunte al final de la fila.
Esa otra cosa que nunca alcancé a ver. Que se ha borrado.

Había una pared blanca. El mundo está lleno de paredes blancas. Pero esta tenía líneas de espalda e indecisiones. Algunos debilitamientos también pude leer: ese recorrido que de espera ¿Quién es el último? Líneas siempre hacia abajo. Líneas de camperas azules, de algodón, de plumas de ganso de Balvanera, de lana, de gabardina. Camperas rojas que marcan líneas negras. Hacia abajo. Hay cosas, estoy segura, que no se podían ver. En los límites todo se torna invisible. Sin embargo, esa líneas, son un horizonte de no retorno. Corrijo: un gesto de borramiento. Hacia abajo. Donde todo lo que languidece.
Había un Bar en la entrada. Un café. Cortado. Tenía que ponerme a hacer algo. Mandar algo al nudo. Lo que fuera. Era eso o volverme loca: fatiga que no le deseo a nadie.
Pasillos como túneles que son también las faringes donde habita, naturalmente, lo irreversible. Igualmente se sostienen por cuerdas. Las cuerdas que el hombre pierde, en 53 años de cordura. Y por llorar a una mujer. Y eso es el nudo: llorar. Agudamente, porque algo se rompe. No sé exactamente qué. Como toda derrota, la angustia es muda.
¿Quién es el último? Al terminar el café, me quedé nuevamente frente a esas líneas de la pared. Algunas eran más gruesas que mi dedo meñique. Otras mucho más angostas. Recorrí con el índice, imaginariamente, una de su exacto espesor. La borré. No había mucho que pensar. Solamente tenía que rellenar una forma dada sin salirme del contorno; era un pasatiempo de señora jubilada, pero implicaba un grado de concentración casi zen que podía ayudarme a matar el tiempo. ¿Quién es el último? El señor de la campera de jean. Para olvidar a alguien, hay que volverse extremadamente metódico. El desamor es una especie de enfermedad que nada más puede combatirse con rutina. Yo soy la última.
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Pizza, pizza, de tomate y aceitunas, de queso y mozzarella. Pizza, pizza, rebanadas o entera, pizza, en promoción, la pizza, recién hecha, en rebanadas, de tomate y aceitunas, en promoción, dos por veinte, una por diez. Promoción, dos por veinte, una por diez, de aceitunas y tomate, de queso y mozzarella. Dos por veinte, una por diez.
.

El cuerpo es sólo una serie de pistas dispersas, sin sentido. Un conjunto que se va vaciando poco a poco en síntomas. Fragmentos desordenados. Corrijo: añicos. Corrijo: borramientos. Hable con alguien. Todo en el universo  está hecho del mismo material, incluso el tiempo. Busque ayuda. Todos en esta sala estamos despareciendo. ¿Quién es el último? Dicen que cada respuesta a una pregunta es una nueva pregunta. Pero no se quede sola. Eso también es algo que nos une: todo estamos buscándonos las huellas o haciéndonos preguntas. Todos estamos esperando que por fin aparezca eso que no podemos ver. El amor, su desaparición, siempre nos demuestra la circularidad del mundo.

            Desaparecer es hacer visible el mar en las piernas. Ver pliegues en el cuerpo. Lo inadmisible en la realidad. Resulta que se da permiso de ver lo que nunca fue preciso poder ver.
Enseguida a mí, un hombre, keniano, padecía acrofobia. Sólo podía ver hacia arriba.  Tenía la mirada en blanco. La gente suele decir que las cosas no son sólo o blanco o negro. Las cosas que no alcanzamos a se ocultan en la delgada línea que separa esas dos tonalidades. Hay cosas, estoy segura, que él podía ver.

¿Quién es el último? La señora es la última. No, el joven de gorra es el último. ¿Quién es el último? Yo soy la última, el negro llegó después. ¿Cuál negro, señora? Ese negro que está ahí, volteando nada más para arriba. Señora aquí nadie es negro ni blanco, todos somos iguales.

Así es como acaba el mundo: no con un estallido sino con una fila. La punta de una fila que no se sabe si es el principio o el final. Comenzar o terminar de desaparecer.

Ingravidez. Usted padece de ingravidez. ¿Qué no tenía el corazón roto? La ingravidez de un cuerpo es ocasionada por la pérdida del corazón. ¿Y a dónde se me fue? Cuando un suceso es inexplicable, se hace un hueco en alguna  parte. Así que estamos llenos de agujeros, como un queso gruyere ¿Esto es psicoanálisis? Agujeros dentro de agujeros.

.

Agujeros dentro de agujeros.
Puntos. Finales.

Como toda derrota, la angustia es muda: porque enreda el paso del tiempo. A eso le llaman también nudo en la garganta. No hay causa reconocible de este nudo, sólo efectos. Flujos turbulentos, entrecortados. Entre cortados. Se corta la respiración o el corazón se sacude. Se ha roto. El desamor es esta ingravidez. La invitación a desparecer. Un gesto amable de borramiento. Llegar al paroxismo de las cosas. Es en los límites –en las orillas- donde las cosas tienden a desdibujarse. 

Garganta rota


Pierre Soulages


La física del terror
importa menos
que la lluvia de hoy
con sus sirenas
estrellándose bajo
el azul desbanda
su garganta rota
por la fiebre
la lluvia de hoy
mancha una calle
antes de la noche
los ojos
mal abiertos
en la fatiga
unas ganas grises
de que pase algo
por fuera de la posibilidad
de la luz
importa menos
buscar la calle
bañarse lento
contra el grito impronunciable
total
ya callaron su peso
de cuerpo absurdo
a repetición
la física del terror
importa menos
en la transparencia idiota
buscar la luz
y deslumbrarse.