I
El niño desangraba miserias,
allí, en su ojo izquierdo. Con cada paso, una sombra de materia esbozándose
perdida. Los extensos metales de la ciudad postulándose sobre una prematura
deformidad y extenuando los amontonados pulmones que la respiraban con hambre
de nada. Había las marmoledas que se erguían solitarias entre los hombres, como
un monumento de huérfanos. Descansaban los extensos metales y el fatigado
hormigón sobre las máquinas carnales, moliendo el aire de los vivientes y el
paso de los días.
Habría caído en la
somnolencia de una voluptuosa verticalidad cuando la torpe naturaleza de
hormigón se adivinó desnuda de huecos y silencios. Encontró, tal vez, una boca
abierta y su ojo enfermo. Y la desvanecida luz de los finales, donde los
amaneceres incestuosos fornican con su madre de sueños, matándola con cada beso.
El niño llevaba a cuestas su
ojo enfermo, tenía el sueño dormido y su ojo enfermo.
Quizás desmembró algunas
noches y alguna noche le desfiguró los días, pero el niño llevaba a cuestas su
ojo enfermo, tenía el sueño dormido y su ojo enfermo.
Fue la náusea un círculo
entre el hambre y la muerte, el aire detenido sobre los metales, una última
sombra manchada en el ojo.
II
Nuestro niño es una víctima
indolente. Le arrancaría los ojos a Dios para entregárselos a esa hembra que
dibujaba meticulosamente un aire profano frente a una vidriera de Palermo. Debió
haberse entusiasmado porque la policía total de las vidrieras le quebró el
tiempo y las ganas. Pasó un tiempo en la comarca de los vejámenes donde su ojo
se detenía sobre esas tetas palermitanas y el asombro del tiempo quebrado, y el
mundo dividido, y la policía total sobre sus ganas.
Su avaricia residía en el
centro perfecto de su ojo. Invirtió el desborde de la más completa pantofilia. Enarboló
su rencor como una risa autista, un secreto de ladrón; era la noche despierta.
Pero los metales estaban más
cerca y le dibujaban el cuerpo. Fue todo niño y también todo final.
Del otro lado del metal le
ofrecieron la calle repetida, la viscosidad de una noche amarilla. Despertó
muerto con el rencor apenas respirado y el rostro espejado en el silencio.
Fue el deseo, desbocándose
como una hiena abusada de riquezas, la azarosa ofrenda donde toda libertad se
arroja penúltima al último ojo ciego.
III
Los días se enfriaban como
la lenta descomposición de una madre.
Quieto, como para siempre
quieto, observó esa penúltima carne mineral que le dictaba todavía algunas
leves porfías. Se morían lentas y tan pequeñas…
La calumnia de los días
ensayaron sulfurar sus gestos, y espejaba al doliente del otro lado del ojo
abierto.
Antiguas pretensiones de la
piedra abundaban su superficie, estaba loco de
polvo, le dolieron las
arenas del hombre, le dolieron el costado. Se le escondió el sueño y lo
desnudaba la noche, lo desnudaba el hambre.
Tuvo para sí la completa
beatitud de un verdugo enfermo. Tuvo la vanidad de morir con los ojos abiertos
donde quedó sin tiempo a la orilla de un cordón y donde los hombres le
dibujarán una sombra.
Es esta muerte la
convergencia del deseo y la náusea, la evolución obstinada de la videncia
prófuga; el costoso ensayo mineral de un ojo abierto.
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