La soledad es una vasta región donde dormimos y
soñamos. La soledad es un mar sin oleaje, un lago en mitad del desierto, un
ninguna parte en cualquier parte.
Ayer anduve por la laguna a solas -si es que alguna
vez lo estamos verdaderamente-. Atardecer hermoso. Distancias que se pierden en
la retina. Sol roto, débil. Sol al que sostener altivo la mirada y comprender
que los dioses son dioses no por su inmortalidad sino por todo lo contrario,
porque mueren cada día a mortaja puesta, porque cada día, también, son bebés
recién nacidos, inocentes e infantiles; soberanos de un mundo que precisa
dioses adultos y hace parir constantemente niños mimados.
Soy un pagano con alma de místico, un anticlerical
deseando la tortura, un tentador de sentidos que necesita un altar por las
mañanas, un satanás con aspiraciones de arcángel. Por eso me gusta construir
catedrales de palabras, lugares de peregrinación, templos donde estacionar los
dolores del mundo. Por eso la literatura me puede en su vertiente barroca, en
todo lo que tiene de mito y de leyenda. Literatura donde el nosotros es la
única persona verbal que me interesa. El yo lo dejo para los que escriben
sentados sobre el idioma, que es la forma de escribir que menos me tira.
El paisaje es la forma en que la naturaleza nos
compensa sus excesos. La palabra que utiliza para llenar de grafitis el
planeta. Y el de ayer era paisaje burgués, domesticado. Esos paisajes que
quedan tan bien en las postales, pero que llenan el alma de melancolía, que es
la única cosa de la que siempre huye la naturaleza, que no quiere perder el
tiempo en tonterías.
La soledad me visita por las tardes. Tiene ojos
gitanos y un cuerpo aceptable. Pero no llegamos a más porque a mí no me gusta
leerla, sino gozarla. A los santos hay que ofrendarlos de algún modo, aunque
sea imitándoles. ¿Quién no quiere ser como su padre alguna vez? La soledad
juega al ratón y al gato. El escritor necesita la soledad, pero la soledad no
necesita al escritor. Así que el juego se termina rápido. Cuando se cansa de
jugar y quiere lágrimas. Y el escritor, cuando lo es y punto, llora siempre
mejor en sus textos que en la vida real. Y, claro, la gente se lo toma mal y
sufre y se marcha. Queda entonces el escritor solo, como el café, sin poder
escribir una línea.
Hasta su
regreso el escritor se dedica a sus cosas materiales y se critica. Los frutos
de esa dedicación son siempre estúpidos, de efímera vida y dan rienda suelta a
inmortales enemistades -que suelen quedar muy bien en las antologías-. La prosa
sin poesía es un texto farmacéutico y si no lleva metáfora, una receta de
veterinario rural, una banda municipal. La prosa sin poesía es una cosa que se
inventaron los periódicos para contar como verdades las mentiras, que, por otra
parte, es algo que siempre han hecho los poetas. Pero una cosa es retratar
mentiras de medias verdades y otra muy distinta hacer bellas las mentiras y
sacramentar las verdades materiales.
Contemplando aquel paisaje tan de ayer, tan
abierto, ajeno, todavía, pienso en un millón de poemas que jamás escribiré, en
versos hermosos que nacen moribundos y en esta vida persiguiendo un sueño.
Pienso en escribir. Se me clavan las esquirlas de este viento. Enrojece las
mejillas como el vino. En mis lugares apartados siempre sopla y golpea
descarnado y doliente. El poniente se ríe y a mi se me están poniendo las
orejas duras con el frío.
La soledad escucha jazz porque le encanta creerse
melodía, le apetece aparecer aquí y allá de forma imprevista, sin cita previa.
La soledad acaba por perder la compostura los domingos en que disfraza su deseo
con corridas imponentes. La soledad asedia al escritor, pero no puede con él.
El escritor se acompaña con cada manuscrito, amplia sus terrenos con cada palabra
escrita. Se cree a salvo de ella. Sin embargo, el peligro acecha ahí fuera como
la canción triste de un tango. El escritor se queda solo, terriblemente solo.
La soledad se cierne sobre él toda vez que algún lector cierra las tapas de su
libro y se olvida cada cinco minutos de su gloria. Es el lector la espada que
utiliza la soledad para vencerle.
Aparece entonces la derrota. Se alza la soledad por encima de las
torres. Cayó el castillo. Cumple el escritor su destino: ser un ángel caído en
su propio laberinto.
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