Las cosas se pegaban. Se daban y se daban, se
aglutinaban, se amontonaban.
Se montaban en amores haciendo pegotes de porcelanas
y pegasos de madera pintada. Los pisos estaban babosa resbalándome la estancia
y cuando sobre una pared me apoyaba, quedaba calina abichada, vestida de novia
y peinada por una vaca.
Socios de gelatina acariciaban la atmósfera y
juntaban las pelusas que los ombligos desperdiciaban, lacrando con huellas
bailarinas todos los cristales que caían cuando la fragilidad soltaba.
Y si el agua transpiraba vasos y esporas, la dejaba
meditando por horas en charcos para puentear con sacos. Eran ríos endocrinazos
regalados por el día que humedaba las ventanas y retinas.
Las noches acarameladas suelen tener ese no sé qué
imantado insectal, sin embargo un calco cascarudo no se despegaba de su espalda
y era duro. Algo nos derretía con gel los colores y despedía los ojos de sus
delineados.
El cuerpo se ablandaba como masa de moldear y daba
figuras de trino y fluidos lentos. Solo se me ocurrió unir los papeles y
untarlos como toallas. Boda de fiesta y dedo, de donde nació un gemelo y su
húmeda hermana.
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