Es un invierno precoz sobrando en el cuerpo que acusa su orfandad, su
pequeña historia de animal hallado y vuelto a extraviar.
Es una historia detenida en el centro del miedo, pero de un miedo
conocido, familiarizado al hacerse respirable, un miedo ante el cual no se
tiembla. No se tiembla siendo el temblor. Y el miedo se torna un miembro más
del cuerpo, de la historia, ese miedo de no tener dónde desparramar los huesos.
Y seguir teniendo, huesos y miedo, como parte del cuerpo.
Es la música ausente corroyendo las palabras que nadie pronuncia. Solo
escucho retazos de lenguaje, usados casi con función de signo. Nada que
produzca sentido más allá de un pedido, una aclaración acerca de lo que no hay,
la aceptación del cambio en el menú o su negación en un saludo de partida.
Es un bar lleno de oscuridades donde las seis de la tarde lloran todas
las tardes desde antes de las seis.
Es un mozo imposible que se diluye en la turbidez de su oficio por una
sordera solo equiparable al vacío que riega con los ojos, a las moscas muertas
que levanta con un trapo mojado.
Es la puerta abierta y su viento, las sillas quietas, la mesa recusando
el movimiento de mis manos, mientras el papel se deja violentar y cuatro dedos
lo sostienen, y cinco dedos se unen para mancillarlo con un arma sola.
Es el resfrío que no se cura y la asfixia inminente en un segundo
cualquiera, la respiración en el ahogo confundida con los ruidos viscerales que
brotan de las entrañas de la máquina de café y con el vibrato de los vidrios
que condensan la vorágine de afuera.
Es no tener más interlocutor que el exceso perpetrado por la luz
artificial, que la carencia de la luz de la naturaleza, difusa, rindiéndose
como mis párpados a la mordida que las letras hacen sobre el papel,
contaminándolo de signos ininteligibles.
Es la reja que empieza a cerrar y la sensación de alero que se llueve,
de lugar que, no logrando brindarme nada, quita en cada una de sus señas.
Es la negativa del mozo a todo lo que se le pide.
Es mi cabeza cayendo, como cayeron los párpados, en una caída parcial, a
medias. Una caída que ni siquiera demuestra la contundencia de su catástrofe.
Es la servilleta que no seca.
Y yo, martes en la mesa que no es mía, en el papel atiborrado por el
único movimiento del bar que es el de mi mano, me arrodillo ante las seis que
me tienen encerrada en su vientre carnívoro y yo, sin otra cosa que un papel y
los dedos, en mi oración a los santos espacios de nadie, a los piadosos lugares
de paso, arrastro la taza, el café quemado, el gesto demente del mozo, el
mostrador sin parroquianos, la luz artificial y la poca luz otra.
Arrastro al fondo de mi martes todo eso que está a punto de desaparecer
conmigo, a punto de cerrar la reja.
Es martes y nadie sabe que aquí no ha pasado nada fantástico, nada
increíble, nada por recordar.
Aquí solo pasó la tarde. Y la fatalidad cobrando su precio.
Trece pesos por desamparar las seis entre un café y la muerte en una
mesa que no es mía.
Es apenas no tener. Y saberlo.
Obra: Samuli Heimonen. |
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