así fue que entregó su pulso al tuyo, que dejó que
la corriente de su sangre se cruzara a tu sangre. Latía. Sí. Latía en las
muñecas unidas por sus venas. Latía en el corazón que no dejaba oír. No había
palabras pero estaban tus ojos en sus ojos. Un segundo. Ni siquiera los dedos
se tocaron.
como si fuesen hacia atrás los milenios, y calzara
sandalias sobre la piedra nueva del templo de Afrodita, como si fuera antes,
inclinada a la diosa, sombra bajo la incandescente luz de su cabello rojo,
suplicaría que multiplique por diez las ganas que te tiene, que te ponga en sus
manos, le dé tu corazón
abre la mano y es puerta hacia la calle roja. Así
él se va en ese río de gente que lo abraza como a una estrella. Cierra la mano
y es puerta a lo que fue: los dientes clavados en el talón de Aquiles, el gusto
de su sangre en la lengua, doblegarlo al amor, arrasarlo. Así de caliente era
ese nido, así de feroz, así de hermoso. Abre la mano y se ha volado. La línea
de la vida se curva, la del corazón hace una trenza más sobre la palma. Tu aliento detenido en la madera. Y no
lloraste
ahora, ¿quién lo abraza? ¿a quién deja pasar? ¿a
quién despide? ¿Quién le hablará sucio al oído mientras se entrega como a la
muerte misma? Así fueron los dedos tirando de los tuyos, así fue la mordida, el
asalto. Te dejaba sin aire, inmóvil como flecha que reposa en el vuelo. Otros
labios ahora que lo besen
Annie Kurkdjian |
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