Mamá me puso la escarapela y me peinó. En realidad me hizo trenzas. Odio
las trenzas. O quizás odio que ella elija qué peinado tengo que llevar. A
Camila no le hicieron trenzas, pero igual ella es fea.
Camila es la segunda escolta.
Mamá me preparó para que no me
faltara nada en el acto. Salvo ella, que dice que no puede venir porque tiene
que trabajar. ¿Justo hoy tiene que trabajar? Si nunca trabaja. Me hizo unas
trenzas a las apuradas mientras preparaba el café con leche y las tostadas del
desayuno y me dijo Beatriz, más vale que hoy estés presentable, más vale que no
hagas otro escándalo en la escuela porque te juro que esta vez te cambio. ¿De
qué?, le pregunto, ¿de ciudad, de país, de continente, de mundo? Comportate,
Beatriz, es lo único que escucho.
El café con leche ya está frío, las tostadas también. Mamá me obliga con la
mirada a tomarlo. Le hago caso, total ya sé que después me va a doler la panza
en la escuela, y la tía Mariela me va a tener que ir a buscar y repetirme una y
mil veces que soy su princesita, que cuide a mamá que está sola, que hace
muchas cosas por mí. Pero quién cuida de mí. Quiero preguntarle, pero no me
sale. Hoy es el acto por el día de la bandera y si me llega a doler la panza
justo en medio del acto, voy a revolear todo a la mierda. Ya es el último año;
no es como el año pasado que me hicieron firmar el libro de disciplina por
haberme sacado el moco en la clase.
Vamos a la escuela en el auto. Mamá maneja sin mirarme. Parece que tampoco
ve hacia adelante, es como si mirara hacia la nada, como si fuera ciega, la
imagino con ojos de nictálope. Esa palabra descubrimos esta semana en clase,
con la nueva señorita de lengua. Me gustó cómo sonó y comencé a pronunciarla
hasta que perdió el sentido. Después la busqué en el diccionario y me di cuenta
de todo. Papá es un nictálope que vive en la noche y me protege de la maldad
del mundo. De eso estoy segura, mientras él pueda mirar en la oscuridad —porque
me dijeron que la muerte es sólo oscuridad, por eso nadie puede hablar de ella—
voy a estar a salvo de cualquier mal del mundo.
—Haceme el favor de dejar ese cuaderno, Beatriz, comportate.
—Pero a mí me gusta escribir mientras vamos a la escuela.
—Ya sé, pero la última vez te llenaste las manos de tinta.
—¿Y?
—Y hoy es el día de la bandera, querida, no quiero que te vean con las
manos así, van a pensar que tenés una mala madre.
¿Acaso no la tengo?, pienso, o escribo. Y hago un dibujo. Y escribo la
frase otra vez. Pero mamá me arranca el cuaderno de las manos y se lo guarda en
el bolso. Enseguida grito que no voy a ir a ningún acto hasta que me devuelva
el cuaderno, que es ahí donde escribo todo lo que me pasa.
No debería hacerme tantas ilusiones con esto del día de la bandera, porque
Facundo me dijo que no iba a ir. Ya casi no nos vemos desde que él se fue a
vivir a otro barrio. Yo lo extraño y le mando mensajes todos los días. Pero no
sé por qué él me responde a las diez horas o a veces a los dos o tres días. No
importa, sé que tengo que ser perseverante, como me dijo la tía Mariela, sólo
así se puede conseguir algo. Y le creo, aunque aún no haya probado su
hipótesis. Esa palabra también la aprendí esta semana, en la clase de ciencias
con el médico que nos da clases. Pero esa palabra no me gusta, es demasiado seria,
y creo que no puedo usarla libremente como me gustaría. Todavía no estoy
preparada. Si estuviera papá, seguro me la explicaría de pe a pa, con ejemplos
y todo. La última vez que lo vi él estaba… Bueno, no. Hoy es el día de la
bandera. Debo estar presentable, como dice mamá. Aunque ella no esté para
verlo.
Nos acomodó la maestra en fila y nos llamó, a Camila, a Victoria y a mí.
Fuimos las tres a la dirección mientras las otras señoritas acomodaban todo
para el acto. En la dirección nos dijeron todo lo que teníamos que hacer: cómo
entrar al acto, cómo cantar el himno, cómo pararnos, y que bajo ninguna
circunstancia —esto lo dijo levantando el dedo índice y sacándose los anteojos
culo de sifón— se nos ocurriera reírnos, que debíamos permanecer como soldados
durante todo el acto. Como soldadas, le dijo Camila, y la maestra no le dijo
nada. Vayan, murmuró, y miró por la ventana, con los dientes apretados. Era un
día de lluvia horrible, de ésos que hacen que no puedas salir a jugar con tus
amigas al parque. Anoche soñé con vos, le dije a Facundo apenas lo vi, pero él
ni me miró o se hizo el que no me vio cuando entró con su mamá de la mano.
Fijate que tenés una trenza desatada, Beatriz, me dice Camila; la perdono, no
le digo nada y corro hasta el baño para acomodarme. No tengo nada, las trenzas
están perfectas, mejor que lo que imaginaba. Esa Camila siempre me hace bromas,
todo para hacerme perder el tiempo para que después la señorita me rete. Vuelvo
del baño y pasamos las tres. Primero me acomodo la bandera, noto que es un poco
más pesada que la del acto anterior. Camino unos pasos hasta el centro del
salón de actos y la bandera me pesa cada vez más. No sé cuánto tiempo voy a
poder sostenerla. La señorita Gabriela se acerca y me dice que ponga cara de
seria, que no me ría. Cómo me voy a reír, si esta bandera pesa como mil kilos,
pesa más que el cajón de papá. Cuando lo llevamos a la capilla del cementerio
les pedí que me dejaran ayudarlos; hice tanta fuerza que creí que adentro
habría ladrillos y no mi papá muerto. Hasta hoy, que sostengo la bandera, creo
que el cajón de papá está lleno de ladrillos y él está en alguna parte del
mundo. Seguro escapando de los retos de mamá, que no lo dejaba ir al bingo los
domingos porque sabía que… Bueno, no sé. La bandera es tan pesada que miro de
reojo a Camila y le hago una mueca: tuerzo la boca hacia un costado y revoleo
los ojos. No creo que ella entienda, me mira con asco y vuelve la cabeza hacia
adelante, donde la gente aún aplaude cuando dicen hace su entrada la bandera
de ceremonias. Por fin dejan de golpear las manos y puedo apoyar la bandera
en el piso. Es tan pesada que quiero renunciar a ser abanderada, o mejor,
renunciar a la escuela y salir y viajar por el mundo como la tía Emma. Primero,
ir al cementerio y ver si realmente el cajón está lleno de ladrillos, estoy
segura de eso, pero quiero comprobar mi hipótesis, como me dijo Lucía, tenés
que comprobar tu hipótesis, si no, nadie te va a creer, ni vos misma. Después,
irme por el mundo.
A continuación entonamos las estrofas del Himno Nacional Argentino. Vuelvo a levantar la bandera y la sostengo con
fuerza. La punta me atraviesa el guardapolvo y me quema. Casi no puedo cantar.
Todas las personas en el salón me miran. Ya no aguanto más, pienso, ya no
aguanto más, ¡por qué me dieron esta bandera tan pesada! Seguro es un castigo
por lo del moco. La señorita Gabriela me mira de reojo y sigue balbuceando el
himno. ¡No aguanto más!, grito, y dejo caer la bandera hacia el costado, justo
sobre la cabeza de la directora Alicia. Enseguida todos se tapan la boca,
incluso los testigos de Jehová que ni habían cantado el himno y tampoco quieren
ser abanderados y aspiran, a los sumo, a casarse entre ellos y ser
electricistas o albañiles. Una vez fue uno a casa a arreglar unos cables y le
habló a mamá todo el día sobre “el reino de Dios”. Las madres y algunos padres
se reúnen alrededor de la directora. Yo sigo llorando sin parar, no tanto por
el horror sino porque la bandera me lastimó la panza y me sale sangre, claro
que no tanta como le sale a la directora Alicia. El himno sigue sonando de
fondo ya a su trono dignísimo abrieron, las provincias unidas del sud; yo no sé qué hacer. Alguien llama a una
ambulancia, los pies de la directora se mueven de arriba abajo, como si sólo
sus piernas tuvieran convulsiones y el resto del cuerpo quedara quieto. La
última vez que vi una convulsión —y ahí aprendí el significado de la palabra—
fue cuando mamá vino con un amigo y cuando me levanté en mitad de la noche a
tomar agua lo vi recostado en el futón, las piernas moviéndose como si quisiera
correr y no pudiera. Enseguida salió mamá de no sé dónde y me explicó que era
una convulsión, que subiera a mi cuarto, que eran cosas que las nenas no pueden
ver, que me tapara los ojos “de inmediato”. No entiendo, entonces, cómo me dejó
en esta escuela donde estoy viendo cómo convulsionan las piernas de la
directora Alicia.
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