El corchazo en el ojo me
despertó. Me estaba hundiendo en la copa de vino, en el recuerdo de las uvas.
La cara de asombro del
lanzador de corcho, el pedido de disculpas, tu ay, tu mano en mi cara me
ayudaron a nadar hasta la orilla de la copa y volver a estar ahí, en el calor
húmedo del caserón de tu amigo. Tu gente. Me habías invitado a tu mundo.
Un nuevo yo había llegado a
lugares desconocidos. Un nuevo yo, orgulloso de vos, que resplandecías en mi
frente, que me quedabas cómoda, es decir incómoda, que me dabas aire, que me
invitabas a ser nuevo.
Por primera vez exhibimos
caricias. La mirada de los otros. Mano en la mano, ojos en los ojos, boca en la
boca. Lucir el festival de feromonas despreocupadamente me hizo bien. Interactuar
con otros, verte con otros y conmigo. Verme con vos entre los demás cuerpos.
Estabas de sonrisa en
sonrisa y cuando había distancia nuestros ojos se encontraban, como si supiesen.
Una danza aceitada. Sabíamos
de nuestros cuerpos en el espacio. Dabas un salto irónico y yo te sostenía de
la cintura. Cada gesto, cada palabra sonaba mejor en la acústica mullida de
nuestra carne. Como si siempre.
Algo se nos prendía fuego e
intentábamos disimular el humo. Había historias de amor, cuentos de hadas. Nuestra
historia se contaba sola, con explosiones de madera recién encendida. Chispas
rojas, mucho más peligrosas que los corchos.
Evitamos el show de la
humedad, sin embargo la danza de las uvas fue demasiado.
Me gustan las uvas pero sin
semillas, dijiste. Pensé en sacar una a una las semillas de todas las uvas del
mundo. Quería meterme en tu boca, ser digerido. Lamerte el estómago. Mastiqué
una uva y temblé. No tienen semillas, te dije, y entreabriste la boca. Fue
start para quedar dentro de la uva universal. La casa y la gente en pausa. Cada
uva arrancada del racimo hacía una acrobacia a través de aros de fuego. Mi pija
motocicleta giraba dentro de cada uva. La poronga de la muerte desafía la
gravedad. Vean ustedes a los intrépidos en sus máquinas de deseo.
La uva llegaba a tus labios,
pero no entraba. Se quedaba ahí, en tu “o” exacta. Que entre pero que le cueste.
Empujá. Y fui dedo dándole golpecitos a tu uva. La uva se calentaba en tu borde.
No sé cuantas uvas te empujé. Cada una entró con su estilo. Cada empujón, cada
golpe, fue un tambor, un tono diferente. Algunas entraron suavemente. Otras te
golpearon la garganta. Estábamos en Uvalandia y al decidir volver, de a poco, pude
ver caras incómodas de tanto intentar no mirar lo que no se podía evitar mirar.
Al rato llegó el merecido corchazo con su “fue sin querer, perdoname”.
Después cantamos algunas que
supiésemos todos y te arrastré Hernández. Entre uvas embotelladas y sin
embotellar, mi lengua sobró. Las palabras no se arrastran. Miguelherrrrnándezzz
salió, cuerpo a tierra, entre los troncos de parra. Y me odiaste. Las palabras
no se arrastran. No. Te ensuciaba la única parte cristalina del universo, descaradamente.
Me odiaste entre la artillería de nieve de carnaval. Por momentos lo otro le
ganaba a tu odio. Te vi alisar las palabras con las manos, indignada. Pasabas
tus dedos para resucitarlas, limpiarles el barro, las semillas de uva adheridas.
Las semillas que mi mago había sacado de tus uvas.
Después estuvimos en la
calle. Quise detener el tiempo y me abracé a un semáforo.
Lo quise dejar en rojo para
siempre. Que todo se congelase allí.
Vos querías subir a un taxi,
pero los taxis eran externos a la uva. Vos no entendías. Me querías llevar
detenido por arrastrar palabras. Delincuente.
Te dije que te amaba sin
arrastrar las palabras. Ellas se arrastraron solas. Cayeron por el caño del
semáforo, espesas, y te mojaron los pies.
Vos te reías. No escuchabas
la semilla de mis palabras. Te quedabas con la contravención del delincuente
lingüístico amarrado a un semáforo. Paremos un taxi. Vamos. Decías.
Yo no entendía por qué no te
dabas cuenta de que no había vida afuera de mis palabras. No había nada afuera
de la piel de uva.
Te estaba diciendo que
estaba enamorado de vos, y mis palabras te sonaban a ruidos de autos, a
velocidad, a inconveniencia. Te ardía la boca de mí, pero solamente te salían
vamos.
Después entendí que querías
llegar a la cama para desollarnos.
Ahora sabés que todavía
estamos en ese semáforo. Que el mundo sigue en pausa.
Y que la luz sigue siendo
roja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario