Veo una gota
que se desliza por una hoja de pasto alargada. Puedo olerla. El olor está en la
boca, pero ya no es boca. Siento calor en las piernas pero suena en los dedos
de mis pies. Oigo los dedos de mis pies. El sonido caliente sube por mi columna
hasta los ojos. Vuelvo a ver lejos, a través del pasto. Cerca del auto con las
ruedas hacia arriba: una mujer en carne viva. La veo vertical pero está
acostada. No sé si la veo. Escucho el silencio de su cuerpo reptando por la
tierra fina como talco. Escucho su boca con mis dedos. Huelo su cerebro. Intento
recordar quién es, pero recordar es algo sólido. Es una pared de piedra con
letras amarillas. No entiendo el idioma pero comprendo la textura de la pintura
en la piedra. Me siento bien pero no sé qué es bien. Ella está sola, tendida en
la tierra fina. Su piel roza la tierra, me levanto en remolinos y le espeso las
lágrimas. Ahora sangre y nafta arden en mis oídos. El ardor de las palabras es
áspero. Trago y descubro el placer de la acidez en mi estómago. Sin embargo, no
tengo estómago. Es solo una bola de gas tibio en el ombligo.
¿Cómo llega la
gente a los accidentes? La pregunta aparece escrita, cincelada por dentro, en
la esfera de mi cráneo.
Mis brazos son
fluorescentes. Soy gente y un perro viejo observando la escena.
Tengo la
saliva espesa, oigo latidos suaves y el lento fluir del líquido. De pronto,
dejo de oír y de percibir el sabor de la tierra. Estoy en un hombre con camisa
roja. Me pica un ojo y me froto con el dedo sucio. Siento la savia correr por
mis ramas. Desde el árbol la vida transcurre muy lentamente. En comparación, la
gente parece moverse en cámara rápida. Casi no alcanzo a verlos, son rayos de
luz. Luego, en la anciana, hago un gesto casi de espanto. Me duele la espalda, vuelo
y percibo el color de las flores. Soy tan liviano y es tan dulce el olor que
entra por mis antenas. Ahora, en ese chico, siento el frío del metal del
manubrio, la aspereza del óxido en la piel. Me chorrea la nariz. Paso el dorso
de mi mano para que los mocos líquidos se peguen a ella. Luego se van
endureciendo como mi sangre. El olor de la sangre en la nariz, que es mía pero
no puedo tocar. Vuelvo a alejarme de este cuerpo que se enfría lentamente. Tengo
sed. Una pantalla enorme muestra el mundo visto por miradas ajenas. Pienso en
las moscas, en sus ojos. No tengo párpados. Puedo oler la carne con los vellos
de mis manos. ¿Cómo llegan las moscas a los accidentes?
La mujer tiene
miedo de estar muy grave. Soy la viejita y la tranquilizo diciéndole que no
está tan mal. Ella no nos cree. Dice: “no me mientan, miren esto” y nos muestra
sus raspones, su carne viva, su sangre. Soy aquel hombre y pienso que tan mal
no está, que se ve que no tiene huesos rotos porque puede revolcarse y hablar y
mostrar sus heridas. Lo pienso, pero no se lo digo. Se lo digo desde el niño
que sostiene su bici. Le digo que no tiene huesos rotos, y que eso ya es
bastante. En un viejito muy arrugado me duelen los huesos y tengo ganas de volver
a casa. Pienso que si la mujer se sigue revolcando se le van a infectar las
heridas. Pienso, pero no se lo digo.
Mis patas se
adhieren al tronco del árbol. Subo, veloz, buscando hojas tiernas. En el árbol
no siento las hormigas caminar por mi corteza. El cosquilleo no es por sus
patas. El cosquilleo ahora es mío. Creo que es mío.
Vuelvo a
pensar desde la gente que mira fijamente a la mujer. Pienso en cosas distintas
desde cada uno: está linda la rubia iba sola en el pelo tierra oreja sangrando
se le ve la bombacha apurada esta gente habrá plata en el auto charcos de nafta
pobre mujer vendrá la ambulancia qué buenas tetas a veces explotan. No me veo
detrás de los arbustos. No me veo desde ninguna de esas miradas. Solo pensamos
en esa mujer lastimada. Pensamos, pero ya no le decimos nada.
Vuelo en cada
una de las doce moscas alrededor de un trozo de carne fresca. Me poso y desovo.
Es placentero desovar.
Vuelvo a las
miradas. El espectáculo sigue siendo entretenido. Me expando y vibro. Siento el
cosquilleo de la electricidad. Soy electricidad y mi energía toca los árboles, el
perro, la gente. Siento que me despido, pero despedirse es moléculas que se
rechazan, otras que se atraen. No sé qué es una molécula. Veo que ella intenta
sentarse y desde una mujer le pido que no se mueva. Veo que sus ojos intentan
recordar. Su rayo me toca los oídos. No puede verme entre los arbustos. Murmura
mi nombre. Lo reconozco entre cientos de miles de nombres de cosas que suben
como los títulos de una película. Antes de llegar a la palabra “Fin” logro
latir un instante en su cuello.
Foto: Joel Peter Witkin |
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