Algo se cayó. Fue un susto. Y la claustrofobia después se me
instaló.
Hice prisión en el cerebro. No había de dónde agarrarse
porque esas paredes resbalan. El apoyo es endeble, difícil como muros de yeso.
No tenía miedo. Tenía susto del encierro.
El susto era un hipo de respiración entrecortada, un salto
casi permanente. Intermitente.
Yo intermitaba. Era y no era, como una cuestión de
Dinamarca.
Me faltaba un pedazo de mi deseo. La parte que no me correspondía.
Deseaba y no deseaba. Deseaba y no deseaba. Hacía y
deshacía.
Por eso armaba celdas y hablaba con mis otros presos. El de
al lado, el del otro costado, el que no hablaba, el que contestaba, el que
llegaba tarde del refugio para los más malvados: los inocentes y los ingenuos.
Afuera la calle estaba afuera. Desabrigada y ortiva.
Había una ventana recordándome que existía. Yo la cerraba y
ella se abría.
Me daba susto el susto.
No tenía miedo pero tenía ganas. Y cuando tenemos ganas, el
miedo se acuerda de nosotros.
Fue un día de muchas fotos trucadas y de abecedarios que se
unieron en palabras de otros. Yo leía las bocas de los desconocidos.
Varios nombres nos dieron su gusto a cuenta de una alerta.
Para variar.
Como siempre yo esperaba, como parte del plan maestro, una
manzana roja y una puerta. Tomar la decisión, si morderla o no, si morir hasta
el beso o vagarme por el tubo de la tormenta hacia Oz.
No sé lo que hice, pero caí dormida en desuso y, mucho más
lejos, recuperé la madrugada.
Imagen: Andro Wekua |
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