Me siento en el borde de la
vereda. No es el borde pero es casi su abismo. Su precipicio que me empuja a
los rodados en sus ruidos. No tengo música.
Prefiero intercalarme en
aleteos y pasos, bolsas de supermercados, frenos y miradas, monedas en
bolsillos agujereados. La respiración de algún pájaro y aquel ojo que parpadea
a golpe de tambor detrás de la persiana.
El olor de la pelota de goma
que patea el zapato lleno de intestino, y el del hierro roto y rojo de la
hamaca muerta en el chillido de la plaza. Infringe.
La paloma, allá, bebiendo el
barro del río que sangra en las baldosas. Acechando, ella, apechuga a la vecina
del barrio. Tirándole su lengua para que cuente las últimas noticias de una
cuadra cualquiera y suelte sus migajas a cambio.
Por el contorno de la cara
roza la gota, y el rocío esculpe todo el sentido, salvo que hace calor y no es
el inicio de la mañana, sino de la tarde temprana.
El pelo está limpio. Impío.
Desvelado del sueño. De haberse hecho demasiadas preguntas que no tienen
respuesta, que son solo atisbos de la vida esta. De la noche antes. Del
tremendo eco del caer del día.
Esto es la certeza.Raymond Douillet |
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