Entre la
mirada y el mar existe un trance ineludible, la contemplación más pura. Nos
conformamos con esa extensión porque estamos en la orilla. A salvo.
.
Mi
abuelo lloró con todos mis principios.
Me enseñó el misterio del mar en una lágrima. El poder de la alquimia
cuando yo no sabía contar ni siquiera hasta el siete.
Su muerte
no tuvo garganta. Ese músculo mi abuelo ya no lo tenía. Estaba la sed. La sed
me era todo porque su boca se movía otra vez. Hidratábamos sus labios con un
algodón mojado en agua dulce. Los abría y cerraba. Ese umbral.
Agua y
azúcar tambaleaban la física de su muerte.
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Entre la
mirada y la muerte existe un trance ineludible. Dormí en una silla reclinable
apretando su dedo índice. Hacía de las sábanas revueltas de su lecho un mar. Tu
nieta se había convertido en una góndola.
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La
muerte de mi abuelo fue la señal que precedió al fin del mundo: lloró. Todas
las cosas respingaron. Esa lágrima definió su orilla. Mi abuelo volvió a llorar
algún principio mío que desconozco.
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Ha
habido más astronautas que exploradores de la muerte. En mi escafandra aprisioné
la conformidad de que en ese momento, mi
abuelo estaba más a salvo que yo. Los principios no tienen orilla.
Tu nieta es una góndola insalvable.
Entre
cerrar los ojos y morir existe un hilo invisible: línea y horizonte del
recuerdo. Insondablemente y en ambos sucesos, la vida cierra los ojos: va hacia
adentro.
Hay que
entrar. Tener coraje. Sobre todo si la vida se va sola.
.
La
espalda es una línea firme, parecida a una costa. Es territorio sagrado: el
lecho que nos sostiene al nacer cuando nuestras piernas aún no se soportan, y
el que nos detiene al morir. Coraza blanda y enorme punto ciego. Orilla.
Siempre
te abrazaba por la espalda. Con los ojos cerrados. Nunca corría el riesgo de
que al voltear, fueras alguien más.
La línea
de tu espalda insondable horizonte.
.
La
debilidad de los músculos respiratorios provocó la baja de oxígeno hacia su
cerebro. Mi abuelo cayó inconsciente. Cerró los ojos porque era un errante de
su propia respiración. Su consciencia se desintegraba en pequeñas bolsas de
suero y agua. Por dentro, él se sumergía y mi mano quiso ser ancla. La gota en
el catéter: reloj y arena. Playa donde mi abuelo era buzo de la caída.
.
La mitad
del oxígeno de mi abuelo venía del mar.
En términos médicos, le llamaban inconsciencia: nadaba con los ojos cerrados.
.
Si la
espera tuviera forma sería un ancla fuera del agua. Todos los minerales de mi
cuerpo eran suficientes para levantar un faro. Hay que entrar. Tener coraje.
Soy un
faro por si mi abuelo se pierde. Sobre todo si se fue solo.
.
La
escafandra permite que se pueda penetrar con seguridad en un entorno hostil.
Sobrevivir durante una cantidad limitada de tiempo. Scaphandre. Barca. Hombre.
Profundidad.
Mi
abuelo murió de espaldas, mostrando sus pulmones a la tierra. Ahora tu nieta
navega en una barca torácica.
.
El
horizonte del recuerdo es un hilo. Cerrar los ojos, un lenguaje transparente pero
oscuro. Se atraviesa para desaparecer. Se suspira, sin saberlo, para oxigenar
los alvéolos errantes y mantener la respiración. Los recuerdos son respiraciones errantes que transitan por
noventa mil kilómetros de arterias y venas.
Nos avientan a una orilla que va hacia adentro.
Hay que
entrar.
Tener
coraje.
Sobre
todo si tu nieta ya está sola. Góndola insalvable.
.
Christer Stromholm |
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